"No soy un hombre que sabe.He sido un hombre que busca, y lo soy aún; pero no busco ya en las estrellas ni en los libros, comienzo a escuchar la enseñanza que mi sangre murmura en mi.

Mi historia no es agradable,no es suave ni armoniosa comolas historias inventadas; sabe a insensatez, y a locura, y a ensueño,como la vida de todos los hombres que no quieren mentirse mas a si mismos."

Herman Hesse

miércoles, 18 de mayo de 2011

EL PULSO DE MI SANGRE

Te siento en el constante pulso de mi sangre
acelerado a veces, otras contenido
pero siempre saciando los gritos de mi hambre
aullidos silenciosos de espectral latido.
Y ahí estás, por dentro mio
viajando por derecho en ese mar bravío
que se arremolina o se calma
pero siempre te mece
como cuna de estío
a la sombra del árbol
que tu sueño estremece
cobijándonos juntos de este mundo tan frío.

martes, 17 de mayo de 2011

VOLVERÉ A LA NADA

Del todo volveré a la nada,
del calor al frio
del dia a la noche.
Volveré desnuda 
al refugio mio
con mi piel deshabitada.
No se si entera o gastada,
no se si abandonada,
en todo caso volveré
pero que nadie lo sepa.
Ya me di bastante

lunes, 16 de mayo de 2011

NEGACIÓN

No deberíamos morir en una tela de araña.
Nadie debería cavar nuestra fosa.
Cuando el corazón duela hasta la agonía
nadie debería apretarlo en su puño
hasta deshacerlo como una hoja seca
pisada, en el suelo.
Nadie tendría que querernos,
porque el amor es una trampa
hecha para atormentarnos.
Somos ciegos jugando con fuego.

martes, 3 de mayo de 2011

EL PRECIO DE UNA VIDA ES OTRA VIDA

Hacía ya tres noches con sus lunas que el hombre esperaba tiritando de frío frente a la puerta desgarrada de maderos viejos a que el brujo se dignara salir de su guarida y le mirara por fin. Pero nada, las brumas del atardecer de nuevo envolvían la figura encorvada, vencida y amoratada. Cuando tomó la decisión de levantarse para irse oyó un chasquido seguido del arrastre de los maderos sobre el suelo de arena de la chavola.
Se fijó bien, pero no veía nada, solo una franja oscura que se abría. Pensó que la debilidad le hacía imposible fijar la vista y de eso se aprovechaba el viejo diablo.
De pronto asomó un brazo huesudo y le hechó unas verduras crudas, como si fuera un perro, que cayeron sobre la arena a su lado. Se sintió humillado, pero el hambre no tiene prejuicios ni finuras, así que tomó una zanahoria arrugada y sucia, la frotó contra su pecho, sopló los restos y, con los ojos cerrados, la mordió con rabia.


Cuando hubo satisfecho su apetito volvió a concentrarse en la puerta oscura. Las bestias de la noche habían tomado posesión del bosque, unas nubes rotas y largas se llevaban el día y un hilo de humo comenzó a salir por la pequeña chimenea. ¡Ahh!¡Quién pudiera estar al lado de una fogata!.. No podía flaquear, así se muriera de frío y de hambre, así viniera el mismísimo lobo rojo y le atacara, así se levantaran los espíritus de sus tumbas...así el viejo tardara años en considerarlo. Era demasiado lo que se jugaba en esta cuestión. Nada le haría moverse de allí.


De pronto la voz del viejo salió por el hueco de la puerta;
-Vete, no puedo ayudarte.
-Si que puedes. Yo se que tu puedes hacerlo.
De nuevo el silencio durante largo rato mientras dos lágrimas rodaron hasta el suelo. Dos lágrimas oscuras.
-Los que cruzan la orilla no vuelven- dijo el viejo, siempre desde dentro de la cabaña-es la ley.
-¡Al carajo con eso!- gritó el hombre con toda la angustia que había contenido durante ese tiempo de espera. Después, con un hilo de voz, añadió;
- Si no me ayudas...me iré con ella.


Cuando los primeros albores se desparramaban por el cielo salió el viejo brujo de la cabaña, envuelto en una capa hecha de mil trozos, sobre su pelo largo y suelto se había puesto un extraño gorro hecho con pieles, huesos y plumas. Portaba en la mano izquierda una gruesa tea llameante y en la derecha un frasco de cristal destapado.
El hombre se incorporó, puesto que había estado dormido un buen rato, y sentado frente al brujo abrió los ojos, se los frotó para comprobar que no estaba soñando.
-No lo hago por ti-dijo el viejo- tu me importas muy poco. En mi sueño han venido los maestros a decirme lo que tenía que hacer, y es mi obligación cumplir sus deseos.


Al lado del hombre había un bulto, sobre el suelo, tapado con unas telas, el cuerpo rígido de una mujer quedó al descubierto y, a pesar del tiempo transcurrido, todavía no mostraba la carne corrompida, era solo que no parecía carne, sino otra sustancia extrañamente fría.
El brujo la iluminó con el fuego paseándolo por encima del cuerpo una y otra vez. Mojó su mano con el unguento negruzco que guardaba en el frasco y lentamente frotó la frente, el pecho, la tripa, los brazos, las piernas de la mujer. Entonando unas notas que parecían salir de su mente iba acercando el fuego a la mujer.


El tiempo ya no contenía las horas, se habían ido, ya no había prisa, ni pasado, ni futuro, solo el presente existía. Los árboles habían crecido hasta hacerse gigantes testigos del suceso. Ya no era el bosque separados de ellos, ni el cielo estaba lejos sino al alcance de sus manos. Y con cada respiro entraba la vida en sus pulmones como nunca antes lo habían sentido. Fue en un instante irreconocible de ese no tiempo cuando el hálito azul entró en el cuerpo de la mujer quemándole por dentro, haciéndole escupir la muerte. El viejo le puso sus manos sobre el pecho presionando con fuerza, después hizo como si recogiera con sus palmas algo que solo él podía percibir y lo arrojó al fuego de la tea. Después sacudió el cuerpo entero de la mujer que ya despertaba confusa del sueño de la muerte.


-Dile a tu mujer que dentro de nueve meses venga a verme. Parirá un hijo que me entregarás para su crianza. Ese es mi precio, eso me debes.
Caminó hasta su cabaña lentamente, antes de entrar, sin nisiquiera volver su rostro hasta ellos les advirtió;
-recuerda esto;si no cumples iré a buscarte y conocerás el infierno.



El hombre tomó en sus brazos a la mujer y ambos lloraron.

lunes, 2 de mayo de 2011

EL CONTENIDO

Aquí abajo el agua es lo que nos une
y todo tiene otro tempus.
¿Quién soy yo?
¿soy el agua que me nutre?
acaso ¿soy el ánfora que la contiene?.
Si el agua es la misma dentro que fuera
¿qué sentido tiene embellecer lo que nos separa?.

domingo, 1 de mayo de 2011

Por siempre Neruda. Minerales

 
madre de los metales,te quemaron,
te mordieron,te martirizaron,
te corroyeron,te pudrieron
más tarde,cuando los ídolos
ya no pudieron defenderte.
Lianas trepando hacia el cabello
de la noche selvática,caobas
formadoras del centro de las flechas,
hierro agrupado en el desván florido,
garra altanera de las conductoras
águila de mi tierra,
agua desconocida,sol malvado,
ola de cruel espuma,
tiburón acechante,dentadura
de las cordilleras antárticas,
diosa serpiente vestida de plumas
y enrarecida por azul veneno,
fiebre ancestral inoculada
por migraciones de alas y de hormigas,
tembladerales,mariposas
de aguijón ácido, maderas
acercándose al mineral,
¿por qué el coro de los hostiles
no defendió el tesoro?
¡Madre de las piedras
oscuras que teñirían
de sangre tus pestañas!
La turquesa
de sus etapas,del brillo larvario
nacía apenas para las alhajas
del sol sacerdotal,dormía el cobre
en las sulfúricas estratas,
y el antimonio iba de capa en capa
a la profundidad de nuestra estrella
La hulla brillaba de resplandores negros
como el total reverso de la nieve,
negro hielo enquistado en la secreta
tormenta inmóvil de la tierra,
cuando un fulgor de pájaro amarillo
enterró las corrientes del azufre
al pie de las glaciares cordilleras.
El vanadio se vestía de lluvia
para entrar a la cámara del oro,
afilaba cuchillos el tungsteno
y el bismuto trenzaba
medicinales cabelleras.
Las luciérnagas equivocadas
aún continuaban en la altura,
soltando goteras de fósforo
en el surco de los abismos
y en las cumbres ferruginosas.
Son las viñas del meteoro,
los subterráneos del zafiro.
El soldadito en las mesetas
duerme con ropa de estaño.
El cobre establece sus crímenes
en las tinieblas insepultas
cargadas de materia verde,
y en el silencio acumulado
duermen las momias destructoras.
En la dulzura chibcha el oro
sale de opacos oratorios
lentamente hacia los guerreros,
se convierte en rojos estambres,
en corazones laminados,
en fosforescencia terrestre,
en dentadura fabulosa.
Yo duermo entonces con el sueño
de una semilla, de una larva,
y en las escalas de Querétaro
bajo contigo.
Me esperaron
las piedras de luna indecisa,
la joya pesquera del ópalo,
el árbol muerto en una iglesia
helada por las amatistas.
Como podías,Colombia oral,
saber que tus piedras descalzas
ocultaban una tormenta
de oro iracundo,
como,patria
de la esmeralda,ibas a ver
que la alhaja de muerte y mar,
el fulgor en su escalofrío,
escalaría las garantas
de los dinastas invasores?
Eras pura noción de piedra,
rosa educada por la sal,
maligna lágrima enterrada,
sirena de arterias dormidas,
belladona,serpiente negra.
(Mientras la palma dispersaba
su columna en altas peinetas
iba la sal destituyendo
el esplendor de las montañas,
convirtiendo en traje de cuarzo
las gotas de lluvía en las hojas
y transmutando los abetos
en avenidas de carbón.)
Corrí por los ciclones al peligro
y descendí a la luz de la esmeralda,
ascendí al pámpano de los rubies,
pero callé para siempre en la estatua
del nitrato extendido en el desierto.
Vi como en la encima
del huesoso altiplano
levantaba el estaño
sus corales ramajes de veneno
hasta extender como una selva
la niebla equinoccial,hasta cubrir el sello
de nuestras cereales monarquías.

José María Arguedas HIJO SOLO

Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.

A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales.

La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la luz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas.

Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía "anteojos"; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.

Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por las puntas.

Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.

¡"Hijo Solo"!—le dijo cariñosamente—. ¡"Hijoo Solo"! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Ninito!

Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua, con tono cada vez más familiar.

¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?

Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris se contraía sin decidirse.

Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?

Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo Solo" se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También él paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas.

Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. "¿No habrá vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra vida?", pensó. Pero viéndole la barriga, y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.

Se abrazó al cuello de "Hijo Solo". Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, brillando.

Hacia tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que "Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en "Lucas Huayk'o", la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk'o"?

Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales; por eso dicen que "Lucas Huayk'o" es infierno. Pero tú eres de Singuncha, "endio" sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha! ¡Todo tranquilo!

Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de "Hijo Solo" se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singucha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente, e infundirle confianza.

Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía como era eso. El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo" movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.

Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro.

Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. "Hijo Solo" comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de "Lucas Huayk'o"?

¿Viven aún los dos?—se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?

Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos.

¡Anticristos!
¡Y su padre vive!
¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
¿De dónde, de quién vendrá la maldición?

No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.

"Lucas Huayk'o" arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.

Sin embargo "Hijo Solo" conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.

Los primeros ladridos de "Hijo Solo" fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor. "Hijo Solo" ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.

¿Es tuyo? ¿Desde cuando?
Desde la otra vida, señor—contestó apresuradamente el sirviente.
¿Qué?
Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso. De "endio" es, no es de werak'ocha. Tranquilo va cuidar la hacienda.
¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre?
Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va a ladrar. No contra Don Alberto.

"Hijo Solo" los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.

Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda—dijo Don Angel—. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada.
"Hijo Solo", patrón.

Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante, que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.

"Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido".

El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a Don Angel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa floreada; corría a saltos, levantando la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.

¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera.

El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los hosques de retama de los pequeños abismos. El cllihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk'o".

Singu era becerro, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro "Hijo Solo", fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.

Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdieios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Angel los alfalfares, la huerta, el ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de los animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera 1loraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huída por el camino angosto; todo le confirmaba que en "Lucas Huayk'o", de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el vientot desde las cumbres.

Hubo un período de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de "Hijo Solo".

Este perro puede ser más de lo que parece —comentó Don Angel semanas después.

Pero sorprendieron a "Hijo Solo", en medio del puente, al medio día.

Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.

Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuepo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.

Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.

Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba, tenía espuma en el centro, donde se percibía la corriente.

Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso. Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más líbero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río.

¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro.

Se tendieron en la arena. "Hijo Solo" boqueaba, vomitaba agua como un odre.

Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a la velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de "Aukimana"; "Hijo Solo" comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"

Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo miraba. Entonces lloró Singu.

¡ Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!

Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus "anteojos".

iVamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios quiere!—le dijo.

Sabía que en los bosques de retama y lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a "Lucas Huayk'o", porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.

¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas ! —decía—. Me traen gente de cinco provincias.

Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaron en el bosque, a tomar sombra.

Al anochecer se encaminó hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto.

Cortó un retazo de su camisa, y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.

Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aún a plena luz del sol.

Más tarde vendrían "concertados" a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.

¡Adiós niñitas¡—les dijo en voz alta.

Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al "Hijo Solo" para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.

Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas.

Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.

Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k'opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.

¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida!—gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena.

Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.

Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. "Hijo Solo" aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de Don Angen volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.

Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el "Hijo Solo".

¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.

En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.

(1957)